La Pata de Oca – Capítulo 1

Él quería un respiro. Ella, una nueva vida.

1. Casilla de salida

Pese a los esfuerzos de Nacho por evitarlo, su mujer había acabado acompañándolo a la estación de autobuses. El taconeo rígido, de ritmo rápido, percutía tras él como un eco inevitable del paso elástico de sus botas de montaña. Lo distinguía con claridad exasperante incluso en el bullicio de la estación y, de pronto, lo angustió la idea de no librarse de él jamás. Nacho tenía cuarenta y tres años y, con esa vaguedad con la que los buenos chicos se enfrentan a sus sentimientos, empezaba a comprender que su vida había fraguado como el cemento sin haberse siquiera cuestionado si lo hacía feliz.

El autobús ya estaba en la dársena y el frescor artificial del aire acondicionado invitaba a subir. Hacía bochorno. La humedad y los tubos de escape creaban una atmósfera sofocante. El conductor, que limpiaba los mosquitos estrellados contra el cristal, tenía cercos de sudor en la camisa. También Nacho notó su espalda pegajosa cuando se descolgó la mochila para guardarla en el maletero, pero no le importó. El simple hecho de cargar con ella lo hacía sentirse joven; bastante más que conducir el coche familiar del chalé al bufete y del bufete al chalé.

—Espera —dijo Silvia, insegura—. Te he metido un bocadillo de jamón para el camino, por si te entra hambre.

—Ah.

Se acuclilló, abrió las correas y sacó una bolsa de plástico apretujada junto al saco de dormir. Además del bocadillo, amorosamente envuelto en papel de aluminio, encontró servilletas, una manzana y un zumo de uva sin azúcar. ¡Zumo de uva! ¿Después de tantos años aún no sabía lo poco que le gustaban los zumos? Pero contuvo su absurdo arrebato de ira.

—Toma —dijo tendiéndole el brick—. Ya me compraré yo una cocacola, no te preocupes.

—Es más sano… —Silvia soltó una risita—. Perdona. A veces me sale solo eso de hablarte como a las niñas.

—Ya.

Nacho volvió a cerrar su mochila y la acomodó al lado de una muy parecida. Tendría que fijarse para no confundirlas. Ambas eran rojas, de excursionista, aunque la otra llevaba un pulpo amarillo colgado de la cremallera. Qué absurdo, un pulpo. Se quedó plantado junto al autobús en aquel aire irrespirable con la bolsa de plástico en la mano. El resto de viajeros ya subían. Una pareja adolescente se besaba con la pasión de una despedida forzosa. No debían llevar mucho tiempo juntos, pensó con cinismo.

—Bueno… —dijo sin mirar a su mujer.

Los zapatos de Silvia eran de un azul brillante y tacón alto. Muy elegantes. A menos de medio metro, había una gran mancha de aceite de motor. Nacho fijó la vista en ella. Qué viscosa parecía. Era un disco negro de casi un dedo de espesor, una trampa lista para atrapar cualquier cosa que quebrara su superficie irisada. Con que Silvia se moviera un poco…

—Bueno —repitió, algo más resolutivo.

—Menudo mes vas a pasar —dijo ella con precipitación, como para retrasar la despedida—. Qué aventura. Y mientras tanto, yo en Alicante con las niñas, aguantando a mi madre.

—Mujer, si otros veranos ibas encantada…

—Sin ti no será lo mismo. Las niñas te echarán de menos; sobre todo, Claudia.

Una familia pasó tras ellos. El hijo se columpiaba de la mano de sus padres, los tres tan relajados como un anuncio de seguros del hogar. La mirada de Nacho fue de los tacones de Silvia a sus propias botas. Tenía un cordón a punto de desatarse; debía hacerle un doble nudo… No quería pensar en sus hijas. Ni en la pregunta que Claudia, con esa perspicacia infantil, le había disparado en el desayuno por encima de los cereales. Esa que Silvia no se había atrevido a formular: «¿Por qué este año no vienes con nosotras?».

—Aunque te vendrá bien lo de hacer el Camino de Santiago tú solo. Ya sabes, para desconectar del trabajo y eso. Últimamente estabas esclavizado en el bufete.

Él suspiró. Era la primera vez en doce años de matrimonio que no pasaba las vacaciones de verano con su familia y los intentos de Silvia por restarle importancia, por darle el espacio que presentía que necesitaba, lo irritaban y enternecían a partes iguales. Sus tacones se habían acercado peligrosamente a la mancha de aceite. Una parte de él hubiera querido ver cómo aquel zapato azul brillante se hundía en el charco grasiento, cómo se impregnaba de óleo untuoso, pero la cogió del brazo y la apartó.

—¿Y tu anillo? —preguntó ella al bajar la vista.

Nacho retiró la mano pillada en falta.

—Una tontería. Lo he dejado en casa para no perderlo. Está en la cómoda, en el primer cajón. Te cogí una cajita de esas de joyería. Me quedaba un poco flojo y, como voy a dormir en albergues, pensé que…

Ella dejó que el silencio espesara. Nacho sintió nuevos chorretes de sudor resbalándole por la espalda. El bochorno era insoportable. A pesar del cielo nublado, había una claridad difusa y opresiva que hacía guiñar los ojos. Por megafonía anunciaron la salida de un autobús a París y se le ocurrió que no se marchaba lo bastante lejos.

—Oye, voy a subir ya —dijo incómodo.

Los zapatos azules dieron un paso atrás con aire dolido.

—Aún faltan cinco minutos…

—Así no tienes que quedarte aquí de pie, esperando.

Solo lo separaban dos zancadas de la puerta, pero el insufrible taconeo se reprodujo de nuevo tras él. Cinco veces repiqueteó contra el suelo en ese par de pasos. Nacho no pudo evitar pensar en la losa que se quitaría de encima cuando no lo acompañara más que el silencio de sus propias botas.

—Te echaré de menos —murmuró Silvia.

—Y yo a ti.

Un beso inofensivo. Una caricia en la mejilla. Y, al fin, pudo subir al autobús. Ya estaba. Casi en marcha hacia Roncesvalles, donde empezaría su aventura. La penumbra del vehículo y el aire acondicionado lo hicieron sentirse mejor. Más ligero. Hacía un calor horroroso ahí fuera. Se acomodó en un asiento del fondo con un profundo suspiro y desenrolló los auriculares. Tenía ganas de algo liviano y con ritmo. Una feel-good song —le gustaban aquellos extranjerismos—. Dire Straits, quizá. O los Rolling. El rock mantendría la ilusión de juventud que le proporcionaba la mochila. Un mes por delante para él solo. Treinta y un días de libertad. Ya ni recordaba la última vez que pudo disfrutar de algo así. Al dejar que sus ojos vagaran por la ventanilla, tuvo un sobresalto. Silvia seguía allí abajo, plantada al pie del bus. Lo miraba con los ojos muy abiertos, a pesar de la claridad deslumbrante. No le pedía nada con la boca, pero sí mucho, demasiado, con la mirada.

—Vete ya, mujer —gesticuló él en silencio.

No lo iba a hacer. Tendría que pasarse aquellos largos cinco minutos intercambiando estupideces por señas y sintió otro arrebato de ira. ¿Por qué seguía allí? ¿Por qué no lo dejaba en paz? No tendría ni que haberlo acompañado, no después de su pequeña gran traición de las vacaciones. Él se había limitado a anunciarle que ese año se iría solo, sin dejarle otra opción que quedarse a cargo de las niñas. Y allí estaba ella, regodeándose en su propio abandono. Antes no era así. ¿Cuándo se había vuelto tan conformista?

Silvia agitó una mano tímida. La sombra de una sonrisa nerviosa aleteó en sus labios. Aún sujetaba el brick de zumo de uva y lo estrujaba sin querer. Con una punzada culpable, Nacho se dio cuenta de que era la primera vez en todo el día que la miraba más allá de sus zapatos. También su vestido era azul y dejaba al descubierto unas piernas preciosas. La verdad, Silvia seguía siendo una mujer muy atractiva. Con la seguridad de la ventanilla entre ellos y el mes de separación en perspectiva, se sentía libre para reconocerlo. Incluso tras dos embarazos, su figura era sensual, y las incipientes patas de gallo le daban una madurez interesante. Tenía el pelo rizado, muy denso y largo. Sin embargo, el efecto quedaba estropeado por esa mirada desvalida, esos ojos como de cervatillo paralizado ante los focos de un camión. Nacho relajó la vista y la imagen se tornó borrosa. Entonces, su propia cara se le presentó monstruosamente grande en el cristal. Se le ocurrió que tal vez su rostro fuera el camión precipitándose contra el cervatillo; sin ninguna intención de hacerle daño, pero incapaz de evitarlo.

El autobús emitió un ronquido. Una nube de humo sucio envolvió a Silvia. Él se recostó en el asiento y concentró su atención en la música. Al final, había escogido Queen y, con los acordes rotundos, casi heroicos, que lo hacían vibrar en su juventud, recuperó la emoción por la aventura que tenía ante sí. El Camino de Santiago. Un mes de senderismo. Gente nueva. Libertad.

I want it all and I want it now!

Pues sí, lo quería todo. Vivir sin cargas ni responsabilidades. Solo. Hacer justo lo que le apeteciera, como si volviera a ser joven. Y, recreándose en esas ideas liberadoras, pudo acallar cierto sentimiento molesto de reconocer: un profundo y bochornoso alivio.


Dicen de las ocas que perdieron la capacidad de volar grandes distancias cuando fueron domesticadas. Que son fieles a su pareja toda la vida. Que antes migraban siempre por la misma ruta, cruzando España de este a oeste y que por eso el Juego de la Oca era, en sus orígenes, la guía secreta de los templarios para recorrer el Camino de Santiago.

Este es el primer capítulo de «La Pata de Oca», una novela sobre la búsqueda de sí mismos de un abogado cuarentón insatisfecho con su vida y una joven bióloga que aún no ha hecho nada de la suya.
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