Un embarazo en soledad

Embarazadas en pandemia

Mi peor momento de la pandemia

Para mí, el peor momento de la pandemia fue el día en que, embarazada de tres meses, me hice la primera ecografía en el hospital. Ocurrió en octubre. Una mañana fría y más gris de lo que suelen ser las mañanas en Valencia. La segunda ola era como una amenaza que no acababa de concretarse: subían los casos de forma sostenida, las malas noticias se sucedían de forma lenta pero constante…, y aquello no acababa de estallar. No había una catarsis que obligara a tomar medidas drásticas. Como si aquella situación de semialarma, de miedo incierto, no fuera a terminar nunca.

Cualquier embarazada o mamá reciente sabe que la ecografía de los tres meses es un momento de gran ansiedad. Es la barrera de los temidos abortos espontáneos y el descarte de malformaciones genéticas. Si en esa eco escuchas el latido y las palabras mágicas «todo va bien» puedes contar, con razonable seguridad, con que seis meses después estarás acunando a tu hijo en brazos.

Yo venía de sufrir uno de esos abortos espontáneos. Uno detectado en una ecografía de rutina, sin esperarlo. Sin tener la menor idea de que un embrioncito puede apagarse con discreción, sin dar señal alguna de alarma. «No hay latido». Y eso fue todo. El valor que tiene que un ser querido te coja la mano en un momento así…

Esa mañana de octubre, llegué al hospital con mi pareja a primera hora. Afuera, la gente se agolpaba un poco a las puertas. Algunos hacían cola. Otros no sabían muy bien si tenían que hacerla. En la puerta, una enfermera de aspecto agotado intentaba organizarlos. «Aquí, las analíticas». «Los de digestivo, por la otra puerta». Un hospital tratando de funcionar con normalidad en una situación que llevaba ya demasiados meses siendo anormal. Nos acercamos a ella y nos miró con ojos vacuos, demasiado desgastados para sentir empatía por una madre primeriza que espera sentencia: «¿Tienes cita? Entonces, pasa… No; tú no.»

Tú no. El padre de mi hijo, no. El hombre que me había cogido la mano cuando ambos, ¡ambos!, habíamos recibido la peor de las noticias, no podía pasar conmigo ni estar a mi lado si volvía a haber problemas.

La prueba salió bien y en menos de dos meses salgo de cuentas. Pero mientras el ecografista me mostraba la silueta en blanco y negro del bebé, mientras escuchaba con alivio y alegría el robusto latido de su corazón, también se me encogía el mío pensando en mi marido, solo en un banco del parque junto al hospital en aquella mañana fría y gris, esperando noticias; y hacía esfuerzos por no llorar al pensar que no podíamos disfrutar juntos de aquella maravilla irrepetible.

Cuando he contado lo mal que me sentí por esto, la respuesta más habitual ha sido un indiferente: «Normal; estamos en plena pandemia. ¿Qué esperabas?». Pues no sé, un poco de simpatía, al menos. Entiendo la necesidad de estas normas y sé bien que esto no es una gran tragedia; que mucha gente lo está pasando realmente mal. Pero en medio de las grandes tragedias, nos olvidamos de las tragedias pequeñitas, de los acontecimientos especiales en la vida que ahora no se nos permite disfrutar. Ese muro de indiferencia, de falta de empatía, convierte momentos que deberían ser felices en malos recuerdos.

Las olvidadas

Al principio de la pandemia, las embarazadas éramos uno de los segmentos poblacionales a cuidar y proteger. Se tomaron medidas especiales para nosotras, se nos dio prioridad en los supermercados junto con las personas mayores… A medida que la situación de emergencia se perpetuaba y el tedio nos invadía a todos, esa buena voluntad inicial se fue diluyendo. A las embarazadas se nos olvidó. Ayer mismo, en ese súper donde antes había un cartelito para todos los segmentos vulnerables, la megafonía recordaba en tono amable que diéramos preferencia a las personas mayores. De las embarazadas, ni palabra.

Las embarazadas somos un grupo de riesgo confuso. No muchas desarrollan síntomas graves, aunque las que lo hacen, corren más peligro que si no estuvieran gestando. Tener covid en el momento del parto puede ser peligroso para el niño, y desde luego es muy, muy incómodo para la madre y el equipo médico, aunque seas asintomática. Las matronas y ginecólogos te repiten machaconamente: «Protégete. Aíslate. Piensa en tu hijo». Pero al no estar en la opinión pública que las embarazadas deben ser protegidas, nos tropezamos con incomprensión en todas partes. Ni siquiera tu empresa está obligada a facilitarte medidas especiales de aislamiento o teletrabajo. La ley no lo ha considerado necesario.

Incluso aunque no te contagies, llevar un embarazo en tiempos pandémicos es complicado. Yo he vivido situaciones muy desagradables por las náuseas matutinas con mascarilla en la oficina; por bajadas de tensión en la calle, donde la gente no solo no te ayuda al verte blanca y desmadejada, sino que se aparta de ti con sospecha. ¡Te hace sentir tan vulnerable el saber que no puedes contar con nadie! ¡Que hasta tú misma rechazarías la ayuda con temor si alguien se te aproximara!

Y maldita la gracia de dar a luz con mascarilla, cuando ya el embarazo te hace ahogarte con ella por la calle… ¡Dar a luz con mascarilla! Horas y horas interminables sufriendo y sin poder hacer en libertad el único ejercicio que te aliviaría y relajaría: respirar. Entiendo la necesidad, de verdad que sí, pero no deja de ser cruel. En Valencia, a los runners se les permite correr sin mascarilla porque, si no, menudo agobio… ¿Más que el trabajo del parto, en serio? Sin embargo, al compartir esos temores, de nuevo me he encontrado esa apatía, esa indiferencia: «¿Qué esperabas? Estamos en plena pandemia».

Por no hablar de las cosas bonitas que te pierdes. Todo lo que hace hermoso un embarazo ahora es un estrés o un problema. O está prohibido. Nada de enseñarle la barriguita a tus amigas. Nada de cotillear ropita de bebé en las tiendas o de coger ideas paseándote entre muebles infantiles. Es imposible hacer actividades recomendadas como natación o pilates sin sentirte culpable por el riesgo. Leo en blogs que sugieren aprovechar estos últimos meses a solas en pareja para hacer un viaje, una cena romántica o ponerse guapa en la peluquería, y me parece de ciencia-ficción. «Protégete. Aíslate. Piensa en tu hijo». Y con esas, llevo siete meses en una burbuja, sin ver a nadie. Ni siquiera a mis padres, que viven al otro extremo del país y no me han visto embarazada. ¡No me han visto embarazada! Dudamos hasta de si podrán venir a ver al bebé cuando nazca. ¡Sus propios abuelos! «Protégete. Aíslate». Y las embarazadas quedamos olvidadas, condenadas al ostracismo y la soledad en uno de los momentos más especiales de nuestra vida.

Algo tan bonito…

¿Cómo se hace eso? ¿Cómo puedes conservar la humanidad si para proteger a una persona querida tienes que aislarla y alejarte de ella? Es, quizá, la parte más cruel de esta pandemia.

Me cuesta mucho escribir sobre esto. No suelo tratar temas tan personales en el blog y, además, sé que no debería quejarme. La pandemia ha trastocado mi vida como la de tantos otros, pero no tengo que lamentar ninguna pérdida cercana y tengo una perspectiva feliz por delante. En los tiempos que corren, es para sentirse afortunada.

El otro día, durante un análisis rutinario en el centro de salud, me eché a llorar delante de una enfermera. Había tenido un día plof (¡ay, las hormonas!) y la soledad me pesaba como una losa. La enfermera, muy maja, me preguntó qué me pasaba. «No lo sé; no sé qué me angustia tanto». Entonces, a ella también se le pusieron los ojos vidriosos. «Te entiendo muy bien», me dijo con la voz tomada. «Yo también estoy embarazada… Es triste que te esté pasando algo tan bonito y no se te permita disfrutarlo».

Supongo que por eso escribo este artículo. Para otras embarazadas; para mamás recién estrenadas. Para que, si se sienten como yo, si han vivido o están viviendo un embarazo en soledad, se sientan un poquito menos solas.

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