Una semana antes de viajar a Indonesia este verano, un terremoto de magnitud 6,4 sacudió una de sus islas más turísticas, Lombok. En la escala Richter, un 6,4 es ya un seísmo importante, pero ni mi novio ni yo nos inquietamos mucho. Llevábamos meses planeando unas vacaciones paradisíacas entre volcanes, mares turquesa e islas coralinas, y no íbamos a permitir que un «pequeño incidente» nos las arruinara. Estas cosas pasan, nos dijimos, y los medios siempre tienden a exagerarlo todo. Además, la tierra ya había temblado; no tendría la poca consideración de temblar otra vez tan seguido.
Sin embargo, dos días antes de partir hubo un segundo terremoto aún más fuerte que el anterior. Con una intensidad de 6,9, acabó siendo uno de los más devastadores de los últimos diez años. El riesgo era ya ineludible, y esta vez sí que nos preocupamos. No teníamos pensado visitar la malhadada Lombok, pero sí su vecina Bali, donde sabíamos que los seísmos se habían sentido con fuerza. En principio, nuestro recorrido no ofrecía ningún problema, pero… pero…
Pasamos los dos días siguientes en consulta constante a las noticias, la embajada española en Indonesia y el USGS (Servicio Geológico de los Estados Unidos, el mejor radar sísmico del mundo). ¿Habría un tercer terremoto? ¿Uno todavía peor? Nadie podía asegurarlo. Tras muchas vacilaciones, decidimos viajar. Con algo de inquietud, con la vaga sensación de estar a punto de practicar un deporte de riesgo en vez de unas relajadas vacaciones, pero también -y esto fue lo más curioso- con un renovado interés por el país que íbamos a visitar. No es agradable viajar con el fantasma de un terremoto bajo tus pies, pero hace que el viaje cobre nuevas perspectivas. Aprendimos mucho sobre sismología y tectónica de placas en un breve lapso, pero sobre todo, nos sentimos muy cerca de los indonesios, que conviven con esa espada de Damocles cada día de su vida.
Indonesia es un archipiélago de miles de islas dispuestas en arco en el Sudeste Asiático. Las islas más conocidas son: la histórica Sumatra; Borneo y sus orangutanes; la artística Java; el vergel montañoso de Bali, la propia Lombok y Papúa Nueva Guinea con sus tribus. Se sitúan sobre el temible Anillo de Fuego del Pacífico, una larga frontera de placas tectónicas que rodea el océano por ambas costas, concentrando el 90% de los terremotos del mundo. ¡El 90%! El resto del globo – y eso incluye a Europa y África enteras- tiene poco que temer de las brutales fuerzas telúricas. La verdad, nunca hubiera pensado que zonas de gran actividad sísmica tan dispares como Japón, California o Chile, estuvieran relacionadas entre sí.
Indonesia es un paraíso. Tiene impresionantes paisajes volcánicos, mares cristalinos salpicados de islas de arena blanca, tremendas formaciones montañosas… Pero todo ello es debido a sus terribles y frecuentes movimientos telúricos. Indonesia es tierra de Desastres Naturales. Así, con mayúsculas. No se trata de una riada por lluvias fuertes o un incendio que calcina hectáreas de bosque. Esto son fenómenos con repercusiones a escala mundial. En 1883, el volcán Krakatoa, en la costa javanesa, sufrió una erupción tan violenta que explotó, literalmente, levantando una nube de cenizas que dejó a Europa sin verano al año siguiente. Un caso mucho más cercano: Hace catorce navidades, Sumatra fue escenario del tercer terremoto más fuerte de la historia de la humanidad. Aunque este hecho queda olvidado frente al tremendo tsunami que creó, tristemente famoso por cobrarse más de 200.000 vidas. ¡200.000! Eso es una ciudad entera de tamaño mediano.
Todo esto lo averiguamos en esos últimos dos días antes de nuestro viaje, con la cuenta atrás en marcha. Fue entonces cuando tomamos conciencia de lo que implica viajar a un lugar que convive a diario con Desastres Naturales. Indonesia sufre más de mil seísmos importantes al año. Cierto que es un país muy grande y que muchos ocurren en alta mar, pero aun así, en un viaje de dos semanas, sientes el fantasma bajo los pies. Y no hay nada que se pueda hacer para evitarlo. Los terremotos son imprevisibles e impredecibles. Es una cura de humildad pensar que la ciencia del siglo XXI, que ha desarrollado Internet y puesto satélites en Júpiter, sea incapaz de anticipar cuándo va a temblar la tierra.
Un terremoto puede tener cientos de réplicas, no necesariamente suaves. Una de ellas puede convertirse en el terremoto principal si resulta ser más fuerte que éste, cosa que ocurre mucho. Si fuera sólo un movimiento, pasa y ya está, pero los eventos sísmicos pueden sucederse durante semanas. O meses, trasladándote a un estado de angustia permanente. Te impiden descansar por las noches o ducharte tranquilamente, siempre atento al suelo, preparado para salir corriendo, alarmándote hasta con las sacudidas del colchón cuando tú mismo te revuelves en la cama. ¡Lo que tiene que ser, vivir así! Creo que nunca había sentido tanto apego por el firme suelo español como esos dos días antes de partir.
Tras tanto darle vueltas al asunto, lo normal hubiera sido que todo quedara en agua de borrajas. Sin embargo, sí llegamos a sufrir un terremoto en Indonesia. Ocurrió casi al final de nuestro viaje, la noche que aterrizamos en Bali para pasar un par de días de relax antes de volver a España. Los seísmos habían dado un respiro a Lombok, pero cuando parecía que todo retornaba a la normalidad, un tercer gran terremoto, también 6,9 en la escala Richter, sacudió la maltrecha isla.
Nosotros estábamos cenando en Ubud, Bali, a unos 200km de distancia. No lo sentimos demasiado fuerte, lo suficiente para menear algún templo de madera y causar un estrépito en la cocina. En España, se hubiera tomado como una curiosidad, tal vez algo perturbador, pero sin llegar a temer por la propia vida. Los balineses, sensibilizados por semanas de sacudidas y conscientes del infierno que podía llegar a desencadenarse, salieron volando. Camareros, cocineros, todos abandonaron el restaurante en un estado próximo a la histeria. Fue al verlos cuando nos asustamos, no tanto por el terremoto en sí sino por la reacción de la gente. Ahora entiendo las estampidas, pues el pánico es contagioso. Corrimos a la salida, y no me acordé del bolso hasta verlo colgado de la silla al volver. El terremoto no fue grave, aunque pudo haberlo sido. Aún podía serlo. Esa noche nos despertaron dos réplicas. Acabamos durmiendo con una mochila de emergencia (dinero, pasaporte, ropa de abrigo) junto a la puerta. Unas semanas después, de vuelta en la seguridad de España, aún me sorprendía en alerta ante cualquier sacudida desusada.
Los episodios sísmicos del mes de agosto en Lombok causaron más de 500 víctimas mortales. Nosotros no estuvimos en peligro en ningún momento, pero sí lo suficientemente cerca como para hacer de nuestro viaje una extraña experiencia.
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