Más allá del Círculo Polar, en el extremo septentrional del mundo, hay una casita de madera habitada por un matrimonio ya mayor, cuyo único objetivo en la vida es capturar la eternidad de las auroras boreales. Persiguen un eco verdoso, una caricia fantasmal del cielo. Él quiere grabar su canto. Ella, fotografiar su espíritu. Ella sale con su cámara por las noches y aguarda el momento con paciencia contemplativa. Pero él… Él vive en el éxtasis de su búsqueda. Son los fundadores del Polar Light Center de las Islas Lofoten, en Noruega. Una de las visitas más inspiradoras de todo el invierno ártico.
El viaje a las Islas Lofoten lo hicimos cuatro amigas en pleno diciembre. Queríamos ver esa maravilla de la Naturaleza que son las auroras boreales, y elegimos este pequeño archipiélago al norte de Noruega porque sus temperaturas (apenas por debajo de 0ºC), son bastante más suaves de lo que cabría esperar por su situación. En la época en que fuimos, el sol no llegaba a asomar por encima del horizonte, y las noches eran largas y oscuras… salvo por ellas. Las fascinantes y enigmáticas luces del norte, que surgían de pronto y ampliaban el cielo con su grandioso resplandor. No son fáciles de ver. Hay que tener suerte, y además estar atento. Nosotras fuimos afortunadas (una de las mejores auroras ocurrió precisamente en Nochevieja, poco después de medianoche). Pero no hubiéramos sabido cómo y cuándo prestar atención de no ser por el Polar Light Center.
Resulta difícil asociar la idea de un observatorio astronómico con esa casita de madera en medio de la nada. Hay algo muy romántico, casi poético, en la idea de que un lugar así, con su luz hogareña, sus sofás tapizados y sus galletas de jengibre, sea en realidad un centro de investigación que colabora con la NASA. Eso nos contaba Rob, y lo decía con la contundente sencillez de la verdad.
Rob era un viejo holandés de barba blanca, con aire de lobo de mar. Tenía un pequeño cuartito atestado de aparatos analógicos, de esos grandes de carcasa metálica, con mandos de rueda e indicadores de aguja. Aquellos equipos anacrónicos me recordaban a la idea del futuro de los años 80. Ese sonido. Esas lucecitas. Esa estática.
«Esto es un imán dentro de una bobina de cobre», nos explicaba. «De ahí el zumbido; es corriente inducida. Cuando el imán se mueve, es porque capta las variaciones magnéticas de una tormenta solar y el zumbido cambia. Es la señal de que hay auroras.»
Así de simples eran sus sistemas de detección de auroras boreales. «Creo que soy el único que usa corriente inducida para estudiar las luces del norte».
Aún tenía otro sistema más sencillo: un largo hilo de cobre extendido por el jardín y anclado al suelo.
«Las auroras boreales son enormes campos magnéticos. Inducen corrientes no solo en bobinas, también en el suelo. Es una idea que recogí de un viejo libro. En los tiempos del teléfono analógico, ése de los hilos de cobre, cuando había auroras boreales potentes, alguna gente se quejaba de que recibían descargas al coger el auricular. Cables largos, ¿lo ves? Y me dije: !Vaya! Esto es un medio fantástico de entrar en contacto directo con las luces del norte. Midiendo esas corrientes.»
Así recopilaba datos que luego la NASA empleaba para hacer complicadas simulaciones por ordenador. Con equipo trasnochado que compraba de segunda mano al ejército y a las universidades en Holanda. «Es que estos viejos aparatos puedo trastearlos yo mismo. Son instrumentos comerciales, pero yo los adapto como quiero. Para otros, solo son cacharros de desguace. Para mí…»
Eran su vida. Se veía en el brillo de sus ojos cuando nos hablaba de sus fantasmagóricas luces del norte y de su mayor ambición: capturar su canto. «Aquí en Noruega, los cuentos de viejas afirman que las auroras emiten sonido. Un canto del cielo. Me he pasado noches enteras de invierno allí afuera, tratando de oírlo. Si consigo grabarlo, seré la primera persona en probar la existencia del canto de la aurora boreal.»
Rob era un cazador de auroras boreales, persiguiendo un sueño en su sencilla casita de madera. Aunque, una vez pasado el primer impulso de fascinación, quien se te quedaba en la memoria es su mujer, Therese. Mientras él se extasiaba con sus aparatos, ella nos ofrecía té caliente con galletas. Tenía pequeños artículos benéficos en venta en el salón. Y también cazaba auroras boreales a su modo, con una cámara fotográfica. La verdad es que no hubiera podido ser de otra forma. Solo alguien que compartiera la pasión de Rob aguantaría una vida así, en una isla solitaria, azotada por las tormentas atlánticas, donde el invierno es noche. Un lugar donde las únicas emociones vienen de la mano de un resplandor verdoso en la noche, que puede aparecer o no.
Las imágenes son obra de la autora, capturando auroras boreales en las Islas Lofoten.
Para conocer a Rob y Therese, y su Polar Light Center, pincha aquí.
Una idea sobre “Islas Lofoten: El cazador de auroras boreales”
Tiene que ser expectacular ver ese espectáculo raro y maravilloso, ver el sol a media noche, amaneceres interminables que se funden con atardeceres interminables …. Pero para vivir el día a día yo prefiero nuestras latitudes.