Las gentes de Cha das Caldeiras, en la remota isla de Fogo, viven en construcciones hundidas en lava. En 2014 hubo una erupción, y el vómito incandescente del Pico de Fogo cubrió las casas de modo que solo quedaron los tejados a la vista. Sus moradores no tenían otro sitio adonde ir, así que, cuando el magma se enfrió, regresaron a un pueblo engullido por una gigantesca lengua de piedra. Excavaron accesos nuevos para sus hogares transformados en cuevas. Construyeron nuevas estructuras sobre la frágil lava negra. Plantaron vides verdes en las cenizas. Y siguieron con su vida. No tienen electricidad ni agua corriente. Ni vecinos a menos de una hora en coche. Viven casi como hombres prehistóricos dentro del cráter de un volcán y a la sombra de otro, siempre atentos a la más leve agitación de la tierra.
Cuando conocimos a Wander, el guía que debía conducirnos a la cima de aquel lugar casi inaccesible, nos pareció un tío tan normal, con su camiseta del Barça y su teléfono móvil, que resultaba difícil relacionarlo con esa vida tan rudimentaria.
—¿De verdad estabas aquí cuando ocurrió todo?
—Claro —respondió él, con una sonrisa mellada en su rostro café con leche—. ¿Donde, si não?
Era fascinante pensar que estábamos ante alguien que había mirado cara a cara la lava incandescente de un volcán. Más que eso, la había desafiado. Había presenciado cómo avanzaba lentamente hacia su casa durante semanas, preguntándose si algún milagro la detendría. Pero no. La había visto engullir su casa y todos sus bienes materiales, dejando su pueblo irreconocible. Tras el suceso, el gobierno de Cabo Verde intentó obligarlos a mudarse a algún punto menos peligroso de la isla. Wander estuvo entre los que se negaron. En cuanto pudo, volvió y reconstruyó su hogar.
Pobrecillo, pensamos. Porque en cualquier momento, el volcán podría entrar de nuevo en erupción. ¡Y aún sonríe!
Wander no solo sonreía. Mientras nos conducía montaña arriba por las laderas sedosas de ceniza, en su enésima subida a Pico de Fogo, respiraba con profunda libertad y admiraba el paisaje a su alrededor.
—¡Que ar fresco é respirado aqui! —decía, con esa cadencia musical tan portuguesa—. Eu não quero morar em outro lugar do mundo.
En ese momento, la idea de que aquel rincón perdido de Cabo Verde pudiera ser el mejor lugar del mundo para vivir nos pareció ridícula. Cha das Caldeiras es una llanura de lava y cenizas. Es árida, agreste, convulsa… Está aislada de todo y siempre sometida a los caprichos del volcán. ¿Cómo podía alguien elegirla como hogar? Sin embargo, cuando culminamos el ascenso al Pico de Fogo, lo comprendimos. La vista desde la cumbre del volcán no es demasiado conocida. Pero sin duda, es de las más impresionantes del mundo.
Hacia el volcán
Mi viaje a Fogo lo realicé con dos amigas, a lo mochilero. Cabo Verde es un buen destino de aventura, pues apenas hay turistas, sin dejar por ello de ser seguro. De todo el archipiélago, la remota Fogo es, probablemente, la isla más propicia para sentirte como una auténtica exploradora. La isla entera es un volcán, cuyo gigantesco cráter es esa llanura de lava y cenizas llamada Cha das Caldeiras, en la que se alza, dominándolo todo, el Pico de Fogo, a casi 3.000m de altitud.
El trayecto hasta Cha das Caldeiras desde São Felipe, única población importante en Fogo, es azaroso. Apenas hay transporte público, así que buscamos un coche de alquiler y conseguimos un espécimen de todo-terreno azul con alguna que otra china en el cristal delantero. ¡Menudo hueso era aquel coche! Muy resistente, pero con tan poca potencia que sufríamos por él al trepar carretera arriba a treinta por hora, con el acelerador a fondo y el motor a tope. Había muy pocos postes indicadores, y por suerte, en un cruce algo confuso nos topamos con una mujer y su hijo pequeño que esperaban al autobús diario, y se ofreció a indicarnos el camino si los llevábamos.
—Nosotras vamos a Cha das Caldeiras.
—Sí, sí, eu vou a Portela.
Entonces, aún no sabíamos que Cha era todo el cráter y Portela, la única población en él. Pero como la mujer parecía conforme con nuestro rumbo, dejamos que todo fluyera, al más puro estilo africano.
Ella se llamaba Drusila y en el coche se mostró bastante cohibida. Apenas habló, más que para confirmarnos el camino. Su hijo era un bomboncito de unos cuatro o cinco años, que se sentó muy formal en el asiento y no se movió en todo el viaje. Era un niño demasiado pequeño para no ser revoltoso, pero cuando los dejamos y vimos que continuaban a pie un largo trecho a pleno sol, llegamos a la conclusión de que aquí, los niños deben estar tan agotados de caminar que no les quedan energías para ser traviesos.
Subimos y subimos por la carretera serpenteante hasta llegar al cráter. Un recodo de roca y, de pronto, allí estaba la llanura y el Pico de Fogo dominándola, alto y ceñudo. Adiós a las laderas verdes cultivadas de maíz y banano. Aquello era otro mundo, uno desolado y arrasado, un desierto de ceniza grisácea sembrado de rocas de lava. Un paisaje lunar. Extraterrestre. Nada crecía allí, y reinaba la calma funesta de los lugares convulsos. No había pájaros. Ni animales. Nada más que roca y cenizas. Si hay un Mordor en La Tierra, ése es Cha das Caldeiras.
Al poco de entrar, Drusila nos llamó la atención: La carretera estaba cortada. La había bloqueado la lava de la erupción de 2014. Por eso, en vez de cruzar el cráter de lado a lado, había que bordearlo, pasando junto a las paredes de roca que, de forma semicircular, aislaban aquel lugar marciano del resto de la isla. No había carretera. Tan solo un sendero arenoso marcado por piedras blancas y las roderas de otros coches. El todo-terreno brincó y derrapó sobre la ceniza durante kilómetros, como si fuéramos Carlos Sáinz en pleno París-Dakar, hasta que por fin llegamos a Portela. El viaje hasta allí ya había constituido, por sí solo, una aventura. Aunque la de verdad estaba a punto de empezar.
El ascenso al volcán
A la entrada de Portela hay un modesto albergue regentado por un alemán. Se llama Casa Mariza, en honor a su mujer caboverdiana, y es como un oasis en aquel paisaje infernal. Está cercado por un muro de lava y tiene un pequeño jardín de tierra negra en el que juegan sus hijos. ¿Qué extraño destino habrá conducido a ese alemán menudo y rubio a ligarse de por vida a un lugar como aquél? Es un misterio. Uno muy sugerente, sin duda.
Casa Mariza organiza los ascensos con guía al Pico de Fogo. No van turistas todos los días, y por eso es mejor contactar con ellos por adelantado, pero incluso si no lo haces, estamos en África y la improvisación es un arte que dominan. Allí conocimos a Wander, nuestro guía. Era un joven de unos veinticinco años, y pronto nos dimos cuenta de que la idea de una aventurilla con una extranjera no le disgustaba nada.
—Eu preciso d’uma mulher estrangeira para viajar e conhecer mundo— nos decía a mí y a mis amigas, con un guiño.
—Pero entonces no podrías vivir aquí, en Cha. ¿Y no dices que es el único lugar del mundo donde te gustaría estar?
—Depois de viajar, eu a traria aqui.
—¿Y si ella no quisiera vivir en Cha?
—Ah, deixa-la tentar o «calor do vulcão». Ela quedaría convencida.
Probar el «calor del volcán», nos decía el picarón.
Subimos despacio. Tranquilo, decía Wander, remarcando la u con melodiosa serenidad. El principio fue lo más duro. Resbalábamos en la ceniza y la cumbre parecía tan lejana, tan desesperadamente alta… Luego, Wander puso música en su móvil y todo empezó a hacerse más fácil. Tranquilo. La clave era no apresurarse.
A medida que íbamos subiendo, Cha das Caldeiras iba cobrando perspectiva a nuestros pies. Veíamos Casa Mariza sobre una lengua de lava. Las casas de Portela brotando como setas en la roca negra. Más arriba, todas las construcciones se convirtieron en puntitos. Más arriba, y las nubes alfombraron el paisaje. Más arriba, hasta que creímos que las piernas nos reventarían con el esfuerzo. ¡Y aún se veía el Pico tan lejano! Subimos y subimos durante horas, hasta que, finalmente, lo logramos. ¡Estábamos en la cima!
Una tiene la imagen de un volcán en la cabeza, (por ejemplo, la de los libros del colegio), y parece una cosa ordenada. Un cono piramidal, un cráter redondo… La realidad es mucho más grandiosa. Mucho más descontrolada. Ese cono y ese cráter, casi de dibujos animados, son reconocibles. Pero resultan mucho más amenazadores por la ausencia de perfección de sus formas. Aquí se abre una grieta, allá hay un desplome de tierras… Todo estaba tan tranquilo que daba miedo pensar en las monstruosas fuerzas ocultas bajo la superficie.
Y luego, la vista. LA VISTA. Ante nosotras, se abría uno de los paisajes más impresionantes que he encontrado en mi vida: Cha das Caldeiras. La llanura es tan gigantesca que sólo desde ahí arriba cobra perspectiva como cráter. Uno terrible, además, con sus lenguas de lava perfectamente nítidas, marcando un pasado espeluznante. Dentro de 10 años, esto será un bosque, predijo una de mis amigas, aludiendo a la fertilidad de las tierras magmáticas. Yo no lo creía. No tan pronto, al menos. Una puede llegar a imaginarse cómo será aquel lugar cuando los volcanes se apaguen definitivamente, pero de momento es árido y tremendo. Un yermo con cicatrices demasiado recientes. Un lugar que no olvida.
La bajada la hicimos lanzándonos a correr volcán abajo por la ladera escarpada y arenosa. Corrimos a toda velocidad, hundiéndonos en ceniza hasta los tobillos, con la vertiginosa sensación de estar precipitándonos contra la llanura. De ir a estamparnos con ese paisaje impresionante. A nuestras espaldas, el Pico de Fogo volvía a cobrar altura. Y el prehistórico y monstruoso cráter de Cha das Caldeiras nos acogía de nuevo en su agreste, convulso e inabarcable seno.
Las imágenes son obra de la autora y están tomadas en Cha das Caldeiras (Isla de Fogo, Cabo Verde). La primera retrata el Pico de Fogo, volcán más alto de Cabo Verde. La última es la increíble vista desde la cumbre del Pico, justo antes de lanzarnos a correr colina abajo. Las sombras negras son lenguas de lava. El resto, cenizas. En el extremo izquierdo puede distinguirse la carretera, una línea recta cortada abruptamente. Los puntitos del extremo derecho son el pueblo de Portela.