Hace cosa de dos años, en un artículo de Babelia (El País), José Carlos Mainer comparaba Patria con los Episodios Nacionales de Galdós y con Guerra y Paz, de Tolstoi, en el sentido de amalgamar evocación y análisis. De explicar a sus contemporáneos algo que les ha tocado vivir o que forma parte de su herencia. De recordar una herida para que sane mejor.
Yo era pequeña cuando ETA preocupaba de verdad en España. Con esa protección que da la ignorancia, tenía poca idea de lo que pasaba con la banda terrorista, más allá de que «mataban gente». Luego depusieron las armas y, con una visión un tanto ingenua, pensé que qué bien, que había acabado el problema. Patria me introdujo a una sociedad fragmentada. A unos chavales arrastrados a la violencia por encajar en su cuadrilla, por la ilusión adolescente de luchar por un ideal. Amas de casa con lealtades familiares enredadas en una política que no comprenden. Maridos que se dejan llevar a ninguna parte con cansancio y fatalismo… Esta era una novela necesaria. No para denunciar ni castigar, sino para comprender y recordar. Porque los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Y el daño que causó el nacionalismo radical vasco en la propia sociedad vasca no debería volver a repetirse.
La trama
El libro arranca con la decisión de Bittori de volver al pueblo donde vivió hasta que asesinaron a su marido. La banda, como se conocía a ETA en el País Vasco, ha anunciado el alto el fuego definitivo. Bittori, que durante años ha sentido su mudanza a Donostia cuando enviudó casi como una huida, decide permitirse este pequeño gran acto de rebeldía. Su vuelta agita a la gente del pueblo, que preferiría olvidar lo sucedido, borrar de la memoria colectiva esa muerte de la que muchos, de forma vaga y confusa, se sienten cómplices. La vuelta de Bittori afecta especialmente a la familia de Miren, su antigua mejor amiga, que ahora tiene un hijo etarra encarcelado en Andalucía. Pero es que desde que mataron al Txato, Bittori tiene una duda que la corroe. Y la única forma de aclararla pasa por volver al pueblo.
A lo largo de 125 capítulos cortos, Aramburu pinta pequeñas escenas de la vida de esas dos familias con precisión intimista. Desgrana su evolución desde la amistad íntima hasta el enfrentamiento radical por un conflicto que, en el fondo, a ninguno le afectaba demasiado. Miren y Bittori habían sido casi hermanas, de las de contárselo todo. Se casaron con dos de la misma cuadrilla, compañeros de bar y de ruta cicloturista los domingos. Joxian, hombre plácido y apocado de condición humilde, hacía cuanto Miren decía. El Txato era un empresario que pudo darle una buena vida a Bittori.
Miren tuvo tres hijos: Joxe Mari, el etarra, era el preferido. Un joven que empieza llenándose la boca con consignas sobre la libertad de Euskal Herria y acaba uniéndose a ETA y cometiendo crímenes de sangre. La mayor era Arantxa, la hija sensata que, ya adulta, sufre un ictus que la deja incapacitada. Y Gorka, niño acomplejado por su homosexualidad, lo que seguramente lo salva de seguir los pasos de su hermano. Bittori tuvo dos: Xabier, que se hace médico, y Nerea, la niña de papá con quien Bittori no es capaz de entenderse del todo.
Las dos familias conservan su estrecha amistad mientras los hijos van creciendo. Hasta el día terrible en que el Txato muere con un tiro en la nuca, y Joxe Mari, etarra reconocido, es visto en el pueblo tras muchos meses de ausencia. Las lealtades políticas enfrentadas ya habían ido tensando la relación entre Miren y Bittori. Entre el Txato y Joxian. El asesinato destroza lo que pudiera quedar. Y la duda, esa sospecha clave, pesará sobre las dos familias a lo largo de toda la novela: ¿habría sido el hijo de Miren? ¿Realmente habría podido Joxe Mari matar al amigo de sus padres que le compraba helados de pequeño?
Momentos clave
En mi opinión, hay dos líneas maestras que Aramburu maneja a lo largo de toda la novela. Una es la evolución de estas dos mujeres, separadas no por política, sino por lealtades divididas. Miren se ve obligada a hacerse abertzale para no perder a su hijo. Hay una reflexión suya muy significativa, del día en que descubre que Joxe Mari participa en actos de la kale borroka. Primero se enfrenta a él, horrorizada. Le riñe, se apoya en su marido para corregirlo. Y aún se horroriza más al destapar la vena agresiva, profundamente radical, que le han contagiado las malas compañías a su hijo. Joxe Mari ya no es un crío y tiene una vida propia que sus padres, que jamás han opinado de política, no acaban de entender. Miren se da cuenta de que corre el riesgo de perderlo. Haga lo que haga, me dije, siempre será mi Joxe Mari y lo tengo que querer.
Hasta la propia Bittori lo comprende, en realidad. ¿Cómo se puede dar la espalda a un hijo? Acepta con resignación pasar de ser la confidente de las penas de Miren con este hijo tan rebelde, a acompañarla a mítines abertzales y oírla gritar gora ETA. Al principio, ella siente por la banda lo mismo que el resto del pueblo: apatía, indiferencia y un miedo vago, poco concreto, a llamar su atención. Un yo no entiendo de política, pero bueno, por algo estarán tan indignados. Mejor no agitar el avispero. Hasta que asesinan al Txato y ella pasa a ser víctima de esa misma indiferencia.
Y esa es la segunda línea maestra de la novela: la reacción de un pueblo donde hasta las farolas son abertzales. Esa atmósfera de vacío hacia la viuda y los huérfanos, no hacia el verdugo, que durante décadas separó a las víctimas de ETA de una parte de la sociedad vasca. Era difícil de entender para los que no lo hemos vivido. Aramburu incide sobre ello una y otra vez. Nos lo muestra desde todos los puntos de vista para señalar que no es tan fácil. Que las cosas no son blancas o negras. Y esta es, para mí, la aportación más grande de la obra. La que merece la comparativa con Pérez Galdós o Tolstoi.
Cuando se produce el asesinato, la familia de Bittori es señalada por sus conocidos con una mezcla de compasión y repudio. De hecho, ocurre incluso antes, cuando una pintada a la puerta de su casa hace público que el Txato está en el punto de mira:
Para emprendedor y valiente, el Txato. En el pueblo lo decían todos los vecinos hasta que de la noche a la mañana, TXATO ENTZUN PIM PAM PUM, dejaron de mencionarlo en sus conversaciones, como si nunca hubiera existido.
Aramburu nos hace volver la mirada hacia ambos lados una y otra vez. Por una parte, nos muestra el daño a la familia de Bittori. Cómo todo el pueblo, hasta sus mejores amigos, les retiraron el saludo en cuanto fue público que era un amenazado de ETA. Cómo tras el asesinato, decidieron no enterrarlo en el pueblo por temor a que profanaran la tumba. Nerea, la hija, llegó a sugerir que cambiaran la fecha de su muerte para evitar que lo relacionaran.
Bittori, en el cementerio de Polloe, durante la ceremonia del sepelio, le susurró a Xabier una cosa que este nunca ha olvidado. ¿Qué cosa? Pues que le parecía que, más que enterrar al Txato, lo estaban escondiendo.
Es algo terrible no poder exteriorizar la pena por la muerte de un ser querido. Y aún peor, no poder condenar abiertamente el asesinato de una buena persona. Que el propio asesinato lo señale como sospechoso de no ser una buena persona. Sería un explotador. Algo habrá hecho. La tragedia se multiplica ante esta falta de apoyo.
Sin embargo, Aramburu también nos muestra el otro lado, el difícil. Cuando Bittori vuelve al pueblo, Miren se ve acosada, dividida entre la lealtad al hijo encarcelado y una culpa difusa por su apoyo tácito al mal cometido. Hace falta mucha grandeza de alma para responsabilizarse de algo realmente grave, y está claro que ella no la tiene. Pero sufre noches de insomnio, y se atrinchera en el discurso abertzale para justificarse:
Para que luego digan que si las pobres víctimas y que si nos paseamos sonrientes a su lado. Somos víctimas del Estado y ahora somos víctimas de las víctimas. Nos dan por todas partes.
En realidad, sabe que no tiene razón. Sabe que se ha portado mal con su antigua amiga y sospecha que su hijo ha cometido un acto imperdonable. También lo sabe Joxian, que cobardemente se apartó del Txato cuando ETA lo señaló. No fuera a ser que. Lo sabe el pueblo entero, que empujó a Bittori a marcharse con su frialdad cuando ella necesitaba apoyo. Es difícil apoyarse en la gente que calla. Pero también es difícil hablar si no ganas nada con ello.
Conclusión
¡Qué novela tan profunda! Tan meditada. Tan necesaria. Aramburu nos muestra cómo un chiquillo puede hacerse terrorista por una idea ilusoria y mal comprendida. Cómo pueblos enteros daban la espalda a vecinos de toda la vida porque el sentido comunitario puede más que el individual. Cómo un hombre bueno puede morir de un tiro en la lluvia porque alguien lo señale como enemigo común.
Patria es una historia de cobardía y de egoísmo, pero también de esperanza. Hay condena, claro, pero sobre todo hay perdón y comprensión, las dos armas más poderosas para enfrentarse a cualquier conflicto. Los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla. Por eso este libro es imprescindible.
La imagen corresponde a la portada de «Patria», de Fernando Aramburu, por Tusquets Editores.
2 ideas sobre “«Patria», de Fernando Aramburu”
Ya he leído Patria. Completamente de acuerdo con tu análisis del libro
Me encanta el comentario de Patria. Totalmente de acuerdo!!!!