Aún hoy es un misterio por qué Ramsés II eligió un paraje tan alejado de todo para un templo tan magnífico. Abu Simbel está en pleno desierto, muy cerca de la frontera con Sudán. Antiguamente, esta región se conocía como Nubia, y era un valioso feudo egipcio por sus minas de oro. ¿Quería el faraón impresionar a los nubios? ¿Asustarles con el poderío de Egipto? Nunca lo sabremos.
La ciudad más cercana a Abu Simbel es Asuán, a 300km. Actualmente, el viaje desde allí consiste en tres horas por carreteras de rectas interminables. Todos los autobuses turísticos parten en medio de la noche para estar allí a la salida del sol. Imagino que lo hacen por aprovechar el tiempo, aunque maldita la gracia de pasarte el resto del día cayéndote de sueño como un sauce llorón. Además, cada autobús está obligado a llevar un soldado armado a bordo. La frontera con Sudán es una región delicada, y el gobierno egipcio no quiere riesgos. Así que, madrugón indecente y escolta militar. Mientras nuestro autobús se internaba en la oscura inmensidad del desierto, (con el soldado roncando a pierna suelta, por cierto), no pude evitar preguntarme si aquello merecería la pena.
La respuesta quedó clara en el momento en que vi asomar el perfil de Ramsés II en las gigantescas estatuas que guardan la entrada de su templo. (Se accede desde atrás, por eso el perfil es lo primero que ves). Son cuatro esculturas inmensas del faraón, sentado en pose serena. Una de ellas no tiene cabeza. Se cree que cayó por un terremoto cuando Ramsés II aún reinaba, y que no fue reconstruida porque nadie se atrevió a confesarle lo ocurrido al faraón.
Las tres cabezas restantes tienen la mirada perdida en las aguas tranquilas del Lago Nasser. Cuando llegamos, aún era de noche y la luna brillaba sobre el templo. Mientras lo contemplábamos, salió el sol a nuestras espaldas e iluminó, antes que nada, aquellos inescrutables rostros de piedra. Fue un amanecer bellísimo, como si el mismo sol estuviera rindiendo homenaje al faraón. Tenía algo de ceremonial, de mágico incluso… Por un instante, nos sentimos como si hubiéramos capturado un momento irrepetible. Y cuando nos dimos cuenta de que probablemente se trataba de un artificio arquitectónico deliberado, aún aumentó nuestro asombro. ¡Pensar que esa misma escena se repite día tras día desde hace más de 3.000 años!
El templo de Abu Simbel resulta interesante por su emplazamiento alejado, pero aun más curioso es que esté acompañado por un segundo templo dedicado a la esposa principal del rey. Nefertari. La bella entre las bellas. Si ya era insólito que un faraón hiciera representar a su reina en las estatuas dedicadas a su persona, no digamos construirle un templo entero. Ramsés II hizo las dos cosas, lo que dice mucho del gran amor que sentía por Nefertari, y quizás también de la habilidad de ella para influenciar al faraón. Hay un detalle particularmente hermoso en este templo, y es el significado del grabado en la puerta:
Una obra perteneciente por toda la eternidad a la Gran Esposa Real Nefertari-Merienmut, por la que brilla el Sol.
Se cree que Nefertari murió poco antes de terminar la construcción del templo. Imaginando la tristeza del faraón cuando acudió a su inauguración, se me ocurre una semejanza poética con otro monumento construido muy lejos de allí en una época muy posterior, igualmente famoso por la devoción del rey por su amada. El Taj Mahal.
El interior de ambos templos se conserva extraordinariamente bien. Están excavados en la roca y tienen un gran vestíbulo central, el altar al fondo y varias estancias aledañas. No hay un solo trozo de pared o techo sin tallar, y el efecto es impresionante. El templo de Nefertari está consagrado a Hathor, diosa de la feminidad. Sus jeroglíficos son amables, y simbolizan ofrendas y escenas entre la reina y la diosa. En cambio, el templo de Ramsés II tiene una atmósfera guerrera y triunfal. Conmemora su victoria sobre los hititas, y los grabados son enormes manifestaciones de fuerza y poder.
Aún existe otra curiosidad asociada al templo de Abu Simbel. Algo que jamás podrías imaginar si no lo supieras de antemano. Su emplazamiento actual no es el original. El templo entero fue trasladado piedra por piedra desde una ubicación cercana durante la construcción de la Gran Presa de Asuán para evitar que quedara sumergido por la creación del Lago Nasser. Se reconstruyó hasta el farallón de roca en el que estaba excavado originalmente. Fue un trabajo promovido por la UNESCO, y aún hoy se considera uno de los más grandes logros de la historia de la arqueología. Creo que lo más singular de este templo es situarte junto a las estatuas del faraón, seguir su mirada pétrea hacia el lago y pensar que allí, invisibles bajo las aguas, es donde hubieran estado esos colosos de piedra de no ser por aquel extraordinario esfuerzo humano.