Hace unos años, un amigo de cuyo gusto literario me fío puso en mis manos el primer tomo de la serie Canción de Hielo y Fuego. Me aseguró que era lo mejor en literatura fantástica desde Tolkien. Ese tipo de afirmaciones suelen ser sospechosas, pero el título era tan sugerente, tan hermoso, que me animé a darle una oportunidad. Así acabé conociendo a Jon Nieve, Tyrion Lannister y Daenerys Targaryen mucho antes de que la serie televisiva los popularizara.
Como decía, el título de la serie me cautivó. Canción de Hielo y Fuego. Era poético. Épico, incluso. Ideal para una historia de caballeros legendarios, inviernos malditos y dragones gigantes. Abro el libro y me encuentro una trama bien construida y un desfile de personajes con potencial. Un niño inocente, víctima de un secreto. Un buen hijo bastardo de madre desconocida. Una princesa exiliada… Son urdimbres sencillas, algo tópicas, pero bien entremezcladas para despertar interés. Y todo ello aderezado con el toque maestro al final del libro: una muerte tan inesperada como rotunda. Sí, la historia me enganchó. Pero no fui capaz de seguir leyendo el segundo volumen, y la razón se resume en dos palabras: sexo y violencia.
Sorprende que en un mundo real tan histérico frente a cualquier forma de violencia, ésta resulte tan aceptable y popular en la ficción.
Pocas veces me he enfrentado a un libro tan violento. Todo, desde la manera de hablar de los personajes hasta las descripciones de batallas y torturas, me resultaba muy desagradable de leer. George R. R. Martin ha creado un mundo sucio, extremadamente cruel. Bestial, incluso. ¿Cómo puede alguien sacarse de la cabeza tanto sadismo?
Volví a intentarlo con la serie televisiva y al principio me alivió comprobar que no era tan agresiva como los libros, (lo cual resulta extraño porque suele ser al revés). Sin embargo, tras un par de temporadas, también tuve que dejarlo. De nuevo, el sexo y la violencia, y muy especialmente la crueldad sexual, se me hacían demasiado desagradables. Seguía enganchada a la historia, así que acabé pidiéndole a la gente que me contara la versión descafeinada, para no tener que tragarme bodas rojas, cabezas reventando o sádicas torturas. Un aséptico «murió en batalla» o «fue capturado» me servían perfectamente para seguir la trama y mantener la gracia y la elegancia que todo drama épico merece.
Hay libros como El Señor de las Moscas, que resultan desagradables por la historia que cuentan. Otros, como Trópico de Capricornio, repelen por la forma de contarlo. Pero esa repulsión, ese asco que generan, no es gratuito. Tiene una razón de ser. En la serie Juego de Tronos, en los libros de Canción de Hielo y Fuego, la violencia es puro morbo. No tiene ningún fin edificante. Igual que las luchas de gladiadores en la época romana del panem et circenses.
La literatura fantástica nunca ha tenido muy buena fama. Muchos intelectuales la consideran de segunda categoría por ingenua y simplona. Otros, no tan intelectuales, la tachan de cursi. Algún iluminado anda diciendo que Juego de Tronos le gusta precisamente porque se deja de hadas y unicornios y muestra la realidad. Bueno, la fantasía siempre ha pretendido ser la antítesis de la realidad. Una vía de escape. Y además, ¿qué realidad? ¿En qué mundo enfermizo vivimos, que la violencia extrema y el comportamiento psicopático se consideran más reales que la belleza y las virtudes humanas?
A mí me gusta pensar que la fantasía cumple un papel único dentro de la literatura al ofrecer enseñanzas de la forma más delicada, amable y luminosa posible: la alegoría. El género fantástico consiste en dar un rodeo para explicar algún aspecto concreto de la realidad. Al situarlo en otros mundos, al adornarlo con magia o con criaturas inexistentes, el autor lo aleja de nosotros y por eso resulta más fácil reflexionar sobre ello con mente abierta. Así, El Señor de los Anillos compone una imagen inmensa y grandiosa de la tentación y la corrupción del poder. Momo, la entrañable novela de Michael Ende, da un tierno pero contundente martillazo al estrés de la vida moderna. Incluso Harry Potter, sin pretender profundidad, presenta metáforas «light» como el espejo que distrae reflejando tu deseo más profundo o los dementores como símbolo de la terrible enfermedad de la depresión.
¿Qué enseñanza se puede extraer de Juego de Tronos? ¿Qué grandeza nos muestra? ¿Sobre qué nos hace reflexionar? Y sobre todo, ¿por qué se recrea tanto en el sadismo? La verdad, me sorprende que en un mundo real tan histérico frente a cualquier forma de violencia, especialmente sexual, ésta resulte tan aceptable y popular en la ficción.
La imagen que ilustra el artículo es obra de simisi1, publicada con licencia de Pixabay
2 ideas sobre “La fantasía debería ser hermosa”
Debo de ser de los pocos que no han visto Juego de Tronos.
Y, la verdad, se me han quitado las ganas de verlo.
Pues yo también seré de los pocos que no la ha visto, y como a Julio, se me ha ido el poco interés que tenía. Me encanta la frase «Sorprende que en un mundo real tan histérico frente a cualquier forma de violencia, ésta resulte tan aceptable y popular en la ficción» es una puerta abierta a un debate sociólogico y cultural que da mucho juego, mucho que pensar.