Se dice de Medio sol amarillo que es la novela que dio voz al sufrimiento del pueblo igbo durante la Guerra de Biafra, en la Nigeria de los años sesenta. Sin embargo, para mí ha sido mucho más que eso. He de reconocer que, unos meses después de leerla, ya no recordaba muy bien qué había pasado entre igbos y yorubas en aquel rincón en el sudeste del país, pero sí me acordaba de la bella Olanna. Y de la fiera Kainene. Del profesor liberal Odenigbo, y sus dificultades para mantenerse a la altura de su idealismo cuando la guerra estalló. Y del asombro del humilde, servicial y excepcionalmente inteligente Ugwu la primera vez que vio calles asfaltadas y ese aparato alto y blanco que su tía había llamado nevera.
Medio sol amarillo tiene dos capas. La más profunda, la que da un marco a esta historia, es efectivamente la guerra cruel y posterior hambruna que sufrió Nigeria a finales de los sesenta, cuando la región que rodeaba la bahía de Biafra trató de desgajarse y proclamó su independencia. La otra, la capa de acción, es una urdimbre de tres trayectorias vitales: La bella Olanna, distanciándose de la riqueza y posición de su familia por amor; la de su melliza Kainene, llevando las riendas del negocio familiar y emparejándose con un blanco que quiere escribir el «enésimo libro revelador sobre África»; y la del modesto criado Ugwu, que nunca antes había salido de su pueblo. Son historias universales con temas bastante manidos, pero el contexto exótico de África y la delicada prosa de Adichie las transforman en algo especial.
La estructura del libro es bastante curiosa. Está dividido en cuatro partes. La primera y la tercera transcurren a principios de los sesenta, cuando aún no hay guerra y el mundo es normal. Los dramas son los corrientes: amores, sentimientos heridos, rebeldías familiares… La segunda y la cuarta ocurren entre 1967 y 1970, en plena guerra, e impresionan más por contraste con las otras. Parejas que has visto entre enamoramientos y desencuentros, ahora luchan por permanecer vivas a pesar de los soldados, el hambre y el miedo.
Si Adichie nos hubiera trasladado sin preámbulos a la guerra, probablemente no habríamos empatizado tanto con sus personajes. Estas son las cosas que ocurren en África. Pero las charlas filosóficas en un salón, las cenas de negocios, las quedadas con amigos, las infidelidades… son cosas que también pasan en España. ¿Quién nos asegura que aquí no saltará la chispa que encienda una guerra, en algún momento? En la propia Nigeria, las primeras matanzas fueron acogidas con incredulidad. No podía ser verdad. Los nigerianos, mis compatriotas, son civilizados, son pacíficos. No son gente cruel. Pero bastó un evento. Una muerte, una represalia, un líder político arengando a las masas… y la guerra estalló. ¿De verdad estamos seguros de que eso no puede ocurrir en el mundo que llamamos civilizado?
Durante mucho tiempo, se ha ahondado en la visión de África como un continente esencialmente violento. Que en cuanto se les deja solos, los odios tribales reprimidos durante generaciones saltan en forma de guerras y genocidios. Sin embargo, esa es una lectura de situación muy superficial. Muchos escritores han intentado rebatirla, pero pocos consiguen «humanizar» África con tanta eficacia como Adichie. Aquí hay una guerra pero las reivindicaciones son sutiles. Incluso los capítulos de mayor tensión en el conflicto armado están tratados con delicadeza, sin dramatismos excesivos. El objetivo no es mover a compasión u horror. No es denunciar. Es, simplemente, atraparte en la vida de tres personas, de forma que devores páginas y páginas hasta sentir toda la injusticia que supone que tengan que pasar por un conflicto así.
Ojo, que aquí va un pequeño spoiler:
Me parece una alegoría singularmente hermosa la de Richard, el escritor blanco que llega a Nigeria para escribir un libro, pero acaba renunciando porque entiende que no es su historia. La historia de Nigeria, la historia de la malhadada Biafra, la deben contar los propios nigerianos.
La imagen corresponde a la edición de Literatura Random House (2017), prologada por Lina Meruane y traducida por Laura Rins Calahorra.